Descubrir a un pintor de realce en una librería resulta una experiencia inolvidable, pero si a ello se añade que la ocasión ha sido favorecida por un libro de arte y, de modo especial, al comienzo de hojearlo, el encuentro con una fotografía que actúa como un anzuelo –y la obra que ella reproduce desencadena de inmediato una galería de remembranzas–, entonces el hallazgo adquiere los visos de un interés definitivo.
Me contaba Reynaldo González (Ciego de Ávila, 1940) en una entrevista, que el origen de su libro sobre la historia del tabaco, tiene como punto de partida largas conversaciones que sostuviera con Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939 – Bangkok, 2003). Durante aquellos encuentros suyos a mediados de los años ochenta, tanto en España como en Cuba, los dos escritores estaban dejando de fumar y los diálogos siempre arrancaban por la prohibición que se habían impuesto. Claro, más que de las razones que conducían a lo vedado, se explayaban en la nostalgia por el ritual del tabaco entre los dedos en busca del humo y sus goces, en un recuento sin fin de los días en el paraíso perdido por propia decisión.
A la sombra y el cuidado de su familia, alejado desde hace rato de la vida pública y sus compromisos, como un vetusto patriarca que descansa luego de dilatada y fructuosa travesía por una vida plena en acontecimientos y personajes, Pablo Armando Fernández arriba el dos de marzo de 2021 a sus 92 años de edad.
Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), es uno de los nombres más notables de la literatura latinoamericana de los últimos tiempos. La novela, el cuento, la crónica y el ensayo son parcelas de la creación verbal que, una y otra vez, frecuenta para beneplácito de sus lectores. En Cuba, tal felicidad, por citar tres ejemplos, ha sido posible gracias a la editorial Arte y Literatura en 2006 con su novela El disparo de Argón; y a la editorial Casa de las Américas en 2013 con Espejo retrovisor, antología de sus relatos y crónicas, y en 2014 con su novela Arrecife, que mereciera ese año el Premio José María Arguedas que otorga aquella prestigiosa institución continental.
Leer a un poeta desde los textos que inician su camino, o mejor, leerlo en progresión a medida que los libros salen —sin apartar, en este caso, los diálogos que ellos propician y al calor de un aprecio en ascenso—, resulta una experiencia tan gratificante como ventajosa a la hora del ejercicio de la crítica literaria. Tal condición, por lo demás, vale apuntarse con un juicio de Octavio Paz en una carta que le escribiera a un amigo también poeta y editor suyo, e incluida en un tomo epistolar de honda confianza, Memorias y palabras. Cartas a Pere Gimferrer (Editorial Seix Barral, Barcelona, 1999): “La simpatía es una condición de la crítica. Sin ella no puede haber comprensión de la obra ni juicio sobre ella”.
Muchas lunas antes –como decían los antiguos– de que los Piratas del Caribe y Juego de tronos inundaran las grandes y pequeñas pantallas, el cine italiano tuvo en las salas de exhibición cubanas toda una época de lujo: me refiero a los años que van desde los 60 hasta los 80 del siglo pasado. En Holguín, por ejemplo, las carteleras del Martí y el Baría eran pródigas con títulos de esa cinematografía.
Aunque la estela de la pandemia global seguirá en expansión según los pronósticos más constantes, ya casi a las puertas de 2021 vale asomarse a lo que avizoramos en otras parcelas menos infaustas: la creación literaria con su dilatado acervo de autores y obras, promete un calendario a la vez tan pleno como incitante. Y es que las evocaciones, al calor de tales fechas, tendrán no pocos protagonistas de resonancia universal, en el orden de bicentenarios y centenarios a la hora de nacimientos cuyos nombres perviven en todas las lenguas.
El amanecer del último 24 de julio irrumpió con el retumbo del teléfono para corroborar que llamadas madrugadoras pocas veces son halagüeñas: la noche antes en un hospital de La Habana había muerto Sigfredo Ariel (Santa Clara, 1962). Un aldabonazo a lo bestia, una sensación de tristeza que arrolla como alud desde el Himalaya. Un recordatorio para volver a César Vallejo: “Serán tal vez los potros de bárbaros atilas…”. De inmediato me asomé a una foto que la muerte venía a convertir en vieja como si se tratara de un daguerrotipo, durante la Feria del Libro de Santa Clara en 2018: Sigfredo y yo muertos de risa en el parque Leoncio Vidal –con toda seguridad alguna ocurrencia suya como detonante-, un día cualquiera de abril iluminado por él.
No está de más recordarlo: postura –que viene del latín positura- es la manera en que cualquier persona se pone o, más exactamente, está “puesta”, vale indicar, lo concerniente a su colocación, figura o situación. Así, “pose” es la apariencia poco natural, principalmente la que pintores, escultores y fotógrafos le solicitan a sus modelos. Y también se designa como “pose” a los procederes y modos de hablar presuntuosos, o para decirlo mejor, al fingimiento. Tales posibilidades, adecuadas a los usos de la argumentación, sea oral o escrita, advierten una labor en la que cada paso a seguir en la colocación de las palabras, adquiere un valor tan singular como manifiesto.
En la narrativa cubana, son escasas las novelas que, de principio a fin, transcurren en las guerras de independencia, trenzadas sus historias en lo representativo del campo de batalla y sus alrededores, o en la repercusión de aquel en otros confines. Aún cuando las contiendas de 1868 y 1895 pueden encontrarse en algunas zonas de empeños novelísticos a favor de periodos más dilatados, aquellas gestas no han gozado de realce en el arte de narrar. Es por ello que una novela cuya médula es la beligerancia de los mambises frente a las armas españolas, escrita con prosa de sostenido aliento y puntual documentación, se convierte en acontecimiento que fija su permanencia: tal es el caso de A medianoche llegan los muertos, de Eliseo Altunaga, publicada por la editorial Letras Cubanas en 1997.
El horizonte de la novela, género literario por excelencia, se ha convertido en un espacio versátil, cruce de caminos donde confluyen las rutas provenientes de los lugares más insospechados a la hora de la creación verbal. Desde los procederes que abren su devenir en clave de futuro con El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha hasta ahora mismo, la novela incorpora voces y maneras provenientes de otras parcelas –ensayo, poesía, epístola, dietario, periodismo- para, lejos de aminorar su expansión, contribuir a una mezcla de saberes y sabores que, a la hora del acto de narrar, alcanza una desenvoltura de plenitudes inéditas.
Asomarse a un álbum de viejas fotos es siempre una aventura, digamos que una aventura digna de un viaje a lo H.G. Wells en la máquina del tiempo de aquella remota novela suya, como si al aceptar la invitación –y en tal caso sería un fotógrafo de paseo dominical en los años cuarenta del siglo XX, para más señas a la sombra de una glorieta en un pueblo de provincias-, fuera la aprobación sin cortapisa al gesto